(Por Charles H. Spurgeon).
«Haced esto en memoria de mi.»
- 1ª Cor. 11:24.-
Parece, entonces, que los cristianos pueden olvidar a Cristo! No habría necesidad para esta afectuosa exhortación, si no hubiese una recelosa suposición de que nuestros recuerdos resultan traidores.
Esto no es una mera suposición, pues está demasiado confirmado en nuestra experiencia, no como una posibilidad, sino como un lamentable hecho.
Parece casi imposible que los que han sido redimidos por la sangre del Cordero, y han sido amados por el eterno Hijo de Dios con un amor eterno, olviden a aquel precioso Salvador.
Pero si esto alarma al oído, es, ¡ay!, demasiado evidente al ojo para que nos permita negar el crimen.
¡Olvidar al que nunca nos olvidó!
¡Olvidar al que derramó su sangre por nuestros pecados!
¡Olvidar al que nos amó hasta la muerte!
¿Será posible?
Sí, no solo es posible, sino que la conciencia confiesa (lo que es una lamentable falta nuestra), que nosotros permitimos que Jesús, como si fuera un viajero, quede con nosotros una sola noche.
Jesús a quién tendríamos que considerar como el eterno objeto de nuestras memorias, es sólo un visitante.
La cruz, donde uno creería que permanece el recuerdo y donde la negligencia debería ser un intruso desconocido, es en cambio, profanada por los pies del olvido.
¿No te dice tu conciencia que ésta
es la verdad?
¿No notas en ti mismo
que te has olvidado de Jesús?
Alguna cosa terrenal te roba el corazón y tu te olvidas de aquel en quien debiera tu afecto ser puesto.
Algún asunto carnal embarga tu atención, cuando en verdad, debieras fijar tus ojos en la cruz.
Es la constante agitación del mundo, la incesante atracción de las cosas terrenales, las que apartan el alma de Cristo.
Mientras la memoria reserve alguna venenosa mala hierba, la Rosa de Sarón se marchitará.
Resolvámonos a prender en nuestros corazones, con relación a Cristo, una celestial nomeolvides, y, cuando estemos propensos a olvidar a Cristo, tomémonos fuertemente de Él.
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