(Lecturas: Charles H. Spurgeon)
☆ Leer: Romanos 1:7 ☆
Estamos muy propensos a referirnos a los santos apostólicos como si fueran "santos" en una manera más notable que los otros hijos de Dios.
Todos aquellos a quienes Dios llamó por su gracia y santificó por su Espíritu, son "santos"; pero nosotros estamos inclinados a considerar a los apóstoles como seres extraordinarios, apenas sujetos a las mismas debilidades y tentaciones que nosotros.
Sin embargo, al obrar así, olvidamos esta verdad: que cuanto más cerca viva un hombre de Dios tanto más intensamente lamentará la maldad de su corazón; y cuanto más su Maestro lo honre en su servicio, tanto más, el mal de la carne, lo acosará y atormentará, día a día.
La verdad es que si nosotros hubiésemos visto al apóstol Pablo, lo habríamos considerado igual al resto de la familia elegida; y si hubiésemos hablado con Él, habríamos dicho:
"Hallamos que la experiencia suya y la nuestra tienen mucho de parecido.
Él es mas fiel, más santo y más profundamente instruido que nosotros, pero tiene que soportar las mismas pruebas; y, en algunos aspectos, es más terriblemente probado que nosotros".
No consideremos, pues, a los santos de la antigüedad como seres exentos de debilidades o de pecados, ni los miremos con aquella mística reverencia que nos hará casi idólatras.
La santidad de ellos es accesible también a nosotros.
Somos "llamados a ser santos" por aquella misma voz que los llamó a ellos a su alta vocación.
Es deber del cristiano esforzarse por entrar en el círculo íntimo de la santidad.
Si estos santos fueran superiores en sus conocimientos, como realmente lo son, sigámoslos; imitemos su ardor y su santidad.
Nosotros tenemos la misma luz que ellos tuvieron, la misma gracia nos es accesible a nosotros, ¿por qué, pues, hemos de quedar satisfechos hasta que los igualemos en su carácter celestial?
Ellos vivieron con Jesús, vivieron por Jesús, y, por lo tanto, se asemejaron a Jesús.
Vivamos por el mismo Espíritu, como ellos vivieron, "mirando a Jesús".
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